Aldea Global

Habían tirado cascotes los vecinos, pero la calle era un barrial lo mismo. El intendente prometía un mejorado que nunca llegaba, ni siquiera la uña de gato pasaba por aquel rincón del conurbano. A 50 minutos del centro era imposible no chapalear en un chiquero. Por eso algunos vecinos, entre ingenio y torpeza, habían ido amontonado madera, ramas, plásticos y chapas para improvisar una vereda. Pero siempre que hacía viento el orden se alteraba y todas esas porquerías iban a parar al garage de La Delia. Entonces la vieja salía, emponchada en un cubrecama, y repetía cientos de veces la misma patada cortita para despejar de intrusos la entrada. Los pibes, que conocían el ritual, salían corriendo y la ayudaban. Y todo el barrio era un revoleo de cosas, con gritos y gastadas. La Delia, agitada se sentaba, y era toda un rezongo. "Te vas agarrar el tetano, largá esa chapa" le gritó una tarde al Julito. Y Doña Irma, que había salido para tapar el gallinero le dijo: No se preocupe, Delia. Que el Julito ni con toda la suerte del mundo agarra algo con teta.

Sin palabras

Nunca lo vi sin pijama. A cualquier hora sacaba la silla y la dejaba en la puerta, un rato, como para que se le vaya templando. Y más tarde salía él, sin señales, ni patrones. En la mano derecha una radio blanca pegada siempre a la oreja. La resistencia extraña, y casi heroica, de esos 20 pelos que aún, con gomina, se peinaba. El cuerpo rígido, las piernas como estacas. Una cara sin gestos y una inclinación de cabeza, mínima y sistemática, como devolución de saludo. Hasta que una noche, me tocaron el timbre. Y ahí estaba él, con su pijama.

Nunca, en 25 años me había dirigido la palabra. Salí, y le pregunté qué necesitaba. Fíjese muchacho, han atropellado un gato y me parece que es suyo. Caminamos juntos hasta el cordón y lo vi a Tomás, mi gato. Muerto y golpeado. Levanté los ojos y ahí estaba el viejo del pijama, con la mirada húmeda y un extraño gesto en la cara. Me palmeó la espalda y con vos muy baja me dijo: Aprenda m´hijo... que en la vida todo es abandono.

Y se fue para su casa, arrastrando sus pantuflas contra la soledad de la noche.

Pasajera

Ella viajaba parada con una bolsa de Mercería Alonso en la mano. De la bolsa un termo que de vez en cuando se asomaba. Llevaba puestas zapatillas marca Cull, grises y manchadas. Un pantalón de Jogging remendado entre las piernas y un pulóver salpicado de agujeros. Miraba hacía adelante pero sus ojos no iban más allá de la ventana. Había algo en su reflejo que la entristecía, y la reclamaba. Y así viajó, la tarde entera, sin quitarse los ojos de esa puta vergüenza.

Casi

Apretaba el fierro sin gatillo. Buscaba sacarle el frío. Para después ponerlo en la panza sin tanto sobresalto. Pero disimulaba, para que no lo traten de puto y cagón. Lo apretaba y de vez en cuando se llevaba una mano a la cara para sentir el olor a hierro oxidado, el mismo que le dejaban las cadenas de la hamaca. El mismo olor que tenía la tumba donde le mataron 5 años. Y ahí estaba de vuelta, con el mismo olor en las manos. Puesto y dispuesto a la hazaña. A escribir con letra bien pesada otro capítulo de la misma historia. Pero ahí, plantando en el locutorio, se llenó de cagazo y se compró una tarjeta de movistar para avisarle a su vieja que fuera poniendo la mesa.

Recorte

El que se fue a la villa perdió su silla. Y ya nunca volverá a sentarse en la mesa de ningún derecho. Ran, paco, merca o iglesia será la marea que se los lleve más lejos. Y ahí, carentes de voluntad y sentido. Morirán sin morirse del todo. Con hambre, con frío, miseria y hastío. Llevarán el odio en los hombros, como si fuera un loro. Y serán piratas sin agua en los baños. Que vendrán de noche a robarte tu estéreo y a tocarte las tetas. Y vos vas a tomar pastillas para llenar de rosa tus ojos. Para hacer de esta realidad algo ficticio y tolerable mientras ellos se acumulan en los márgenes de todo lo que tocan.

Construcción

Ella es boliviana. Pero no de las que usan polleras y trenzas. Es una boliviana globalizada que usa jeans y remerita. La necesidad se le llevó la edad en su cuerpo. Podría tener 29 o 48. Lo cierto es que todas las tardes ella llega regalando su mejor perfume. El pelo mojado y unas botellas que compra en el chino que está a 20 metros de la obra. Tiene llaves, pero siempre le cuesta abrir el candado. Apoya las botellas en el suelo, mete sus pequeñas manos por entre las chapas que sirven de puerta y lucha hasta liberar las cadenas. Apenas una hendija, y desaparece dejando el perfume dulce como testimonio. Luego, casi automáticamente la luz del 3er. piso de la obra se enciende y suena una cumbia mezclada con polca. Algunas sombras recortadas contra el techo y risas. Siempre ríen.

Ríen en una pieza de cemento, a medio construir. Ríen en medio del olor a obra, y con arena debajo de los pies. Ríen sin agua caliente, sin bañaderas ni televisores. Ríen con faltas de ortografía y sin saber quien fue Matisse. Ríen sin haber leído ni siquiera a Verne. Ríen juntos, abrazados, quizás desnudos. Bailando su música y tomando la cerveza más barata.

Ríen solos. Entre ellos. Lejos de su tierra. Ríen como el último orejón de un tarro muy alto. Como esclavos de patrones clase media. Ríen fundidos en abrazos. Compartiendo unas manos que raspan mas de lo que acarician. Ríen hasta quedarse dormidos. Y sueñan. En una pieza sin camas, ni ventanas.

Uno

Tenía en las manos una de esas revistas que se ofrecen gratis en la puerta de las inmobiliarias. Hecha un rollo iba y venia el muslo al hombro, y esperaba. Apenas apoyado en culo sobre la pared roñosa. Con el alambre oxidado que de vez en cuando le acariciaba la espalda. La misma espalda que recibía el viento que empujaban los trenes repitiendo el rito de quejarse a cada paso. Por delante, la avenida y el sinfín de vehículos que para él no iban a ninguna parte.

Algo esperaba ahí sentado. Alguien o algo. Un dealer, una tranza, una vieja descuidada o una señorita que le diera de comer al ego. Un familiar del campo, un amigo de la infancia, un recuperar el aliento o un que se le pase la curda.

Y así pasaba la tarde sin que ningún suceso extraordinario sacudiera la calma de un Ramos Mejía cualquiera. Salvo la pequeña y repetida historia del tipo que algo espera.

Ilusiones

Me gustaría ser como Tony Montana, dijo el Burbuja mientras raspaba la tiza. El Dani lo miró un rato largo, mientras el otro armaba prolijo el gusano. Me compraría un kilo de merluza y lo tendría en la mesa de la cocina al lado de un fierro oxidado. Y siempre tendría la casa llena de putas. ¿O no, boludo?

Dani le sacó la tiza de un manotazo. Correte, cornudo, que ahora me toca a mí. Todos los que tomamos merca alguna vez quisimos ser Tony Montana, pelotudo. Y vos no tendrías putas, tendrías travestis porque te cabe el tornillo. Y le tiró una patada cortita, como único gesto de complicidad posible.

El burbuja se cagó de risa. Pero una risa sin dientes. Una risa gastada, y falsa. De esas que se ponen en medio de las conversaciones para hacerlas más entretenidas. Un mecanismo de defensa para mantenerse superficial, y a flote. Y le contestó la patada con un cortito al riñón, que el Dani esquivó torciendo el lomo.

Pasame el canuto, pelotudo. Y dejá de hacerte el poronga porque le cuento a tu señora en que te gastás la plata. El burbuja volvió a usar la risa gastada. Pero esta vez, y por las dudas, no agregó más nada.

Sombra

Tenía los ojos como si los hubiera prestado a un enfermo. Llenos de un amarillo de leche cortada o crema. Miraba desde la vereda. Recostado el cuerpo en el pilar de la entrada. Un cusquito blanco con manchitas negras le custodiaba los tobillos.

Apretaba entre los dedos un tabaco, pero no fumaba. El humo le tocaba la ropa y se perdía, arremolinado, en el techo de una tarde cualquiera. De cuando en cuando el empeine del pie derecho le rascaba el gemelo izquierdo, y viceversa. Ni siquiera los mosquitos que a esa hora de la tarde atacaban las casas, lo alteraban.

Algo en él no era como antes. Quizás la barba. Quizás el hecho de no bañarse. O quizás la ausencia de saludos o de ese lenguaje suyo. Osco, huraño, escaso. Ese hablar como cortando las oraciones en pedazos. Como si guardara las palabras en un frasco y le quedasen pocas.

Lo cierto es que Raul se hacía de noche. Y en ese silencio suyo había mucho más de lo que habitualmente decía.

Reflexiones

12 kilos bajó don Roque en 3 meses. Para mi que está enfermo y tiene la lombriz esa de lo chinchulines. A Rubén, un primo mío, le dieron un preparado y a los 3 días cagó un gusano de medio metro. A mi me lo mostraron, lo habían metido en un frasco de mayonesa y lo mostraban en los cumpleaños. Aunque mi tío siempre dijo que eso era una culebra, que ya estaba en el cagaro antes de que entrara Rubén. No sé, pero para mi Don Roque anda jodido.

Ni el choripan lo levanta de la mecedora a don Roque. Dice la mujer que lo llevó al Posadas pero que le dieron turno para dentro de 2 meses. También dice que un médico le dijo que no tiene nada, que debe ser el agua de la bomba porque la napa está contaminada. Algo de eso debe haber porque se andan muriendo seguido los perros, no duran nada. Yo le dije al petiso que no tome más mate por las dudas, pero el se ríe y dice que la cal de la obra le hace peor. Y le sigue mandando amargo como si nada.

Yo ahora la junto en los baldes y le pongo lavandina. Dicen que 3 gotitas, pero yo por las dudas le pongo un chorro. Para que mate todo. Igual desde que se murió el hijo de la panadera a mí me agarró miedo. Porque el también bajó un montón de kilos, y a mi la paraguaya de enfrente me dijo que me ve más flaquito. No sé, el petiso me dice que son ideas mías, y que de última cuando sos pobre es mejor morirse temprano. Y algo de razón siempre tiene el petiso.

El Ulises

Andate una corrida hasta lo de Mary, decile que vamos. Que capaz llegamos tarde pero vamos. Y los pies no daban a basto para comerse las 10 cuadras que separaban un día cualquiera del día que finalmente había llegado. Las topper lona blancas, las del colegio. Las que se compraron con la tarjeta de credifacil en el boliche del turco. Las que odiaba tanto como a los chetos de padua. En el bolsillo de atrás las estampitas de San Cayetano que tanto trabajo le daban. Porque cuando se le doblan las puntas la gente no las quiere. En las manos, mugre y ganas. Y los pies que no le alcanzan para saltar los charcos.

En la cuadra que viene vive la yani, la que tiene las tetas grandes. Pero él todavía no entiende por qué eso es tan importante para los pibes del barrio. El corre, total mañana va a ser distinto. El perro del Jony le sale al galope, saltando la zanja. El jony le grita perro el perro no le da bola. Lo corre, y casi lo alcanza. El cruza la avenida. Casi de refilón lo pechó el Torino, casí que lo escupió contra el refugio del bondi. Las estampitas vuelan por el aire y la gorda del kiosko que se agarra la cabeza. El Jony llega corriendo, y llorando. Pero a él no le importa, porque el sigue corriendo con las topper blancas.